Parte 3: Evaristo

La lluvia continúa y sus relámpagos
parecen recordarme cómo nos ciega a veces
el resplandor de nuestra propia suerte
.
-          Claudio Gutierrez


Acostado, junto a Maria, murmuraban nombres de niño o niña.  No sabía por qué aquello resultaba tan difícil.  El nacimiento de Felipe y Juana y sus posteriores bautismos en la iglesia de San Vicente no habían sido tan complicados como el que esperaban.  Pensaba que a lo mejor todo eso se debía a que ya estaban "grandes".  Juana, su última hija, tenía 8 años.  Y ahora les tocaba empezar de nuevo.
Hubo un tiempo en su matrimonio en que se había preguntado si Dios les bendeciría con hijos, porque aquellos no llegaban.  Después, cuando el afán disminuyo, vino Felipe y luego, un par de años después, Juana.  A partir de aquel momento y hasta la concepción del hijo que esperaban había vuelto a pensar que no habrían más… y de nuevo, la sorpresa.  Y ese debía de ser el motivo por el cual, pensar en un nombre adecuado, les resultaba tan difícil.
Los murmullos terminaron cuando Maria se quedó dormida.   No se explicaba porque cuando hablaban en la cama tenían que murmurar.  La habitación era grande, la única de casa y en el otro extremo estaba la cama de Juana.  Felipe había decidido hace más de un mes dormir en el cobertizo de afuera que daba al pequeño cuarto donde guardaban el maíz y el café.  Felipe había crecido ya y cuando se lo pidió no se lo negó.  Los hombres necesitaban su espacio, así que incluso le había ayudado a colocar su cama en el cobertizo.  Y aun así, murmuraban al hablar.   Quizás era su forma de intimidar.  A lo mejor era aquel su lenguaje de amor: suave, callado, profundo.
Evaristo siguió despierto todavía un poco más pensando en el día de mañana y deseando que escampara antes de que tanta humedad afectara la próxima tapisca del café, y luego, poco a poco (nunca había sido muy bueno para conciliar el sueño), luego de colocarse de lado y poner su brazo debajo de la almohada, empezó a dormirse.
Cuando abrió los ojos, se quedó escuchando.   Intentando comprender lo que escuchaba.  Barajo varias ideas en su mente pero  ninguna de ellas conseguía explicar aquel sonido ronco.  Y luego, aquel sonido largo y ronco, como una estampida de caballos o reces viniendo del río.  En medio de la oscuridad puso sus pies dentro de sus zapatos, sin siquiera atárselos,  cogió su machete guardado debajo de la cama y se dirigió a la puerta del patio en busca del cobertizo de Felipe.  Abrió la puerta y no tuvo tiempo para cerrarla, el cobertizo en el que dormía Felipe se movió delante de sus ojos, una correntada le golpeo las piernas, doblándolo hacia atrás y luego hacia delante, envolviéndolo en agua y lodo.  Se cubrió la cabeza con sus brazos mientras era arrastrado; trataba de ponerse en pie y luego de sujetarse de algo, pero todo parecía moverse a capricho de aquella corriente de lodo y escombros…   hasta que se detuvo.  Tenía lodo en su boca y no podía abrir los ojos.  La lluvia caía, con un poco de menos fuerza.   Y cuando logro abrir los ojos se vio a la altura de la casa patronal.  Allí, empezaron a encenderse las débiles luces de las candelas y los candiles de gas.  Se logró parar con dificultad.  Había perdido los zapatos y todo bajo sus pies era resbaladizo y pegajoso.   Doloroso.  Frío.  ¿Y su casa? ¿Y los patojos? ¿Y María?  Correr era imposible.   Así que camino tan rápido como pudo sacudiendo los pensamientos de dolor pero sin evitar la angustia que como un veneno le llenaba el corazón y los ojos.
Entre la oscuridad pudo ver una pared de la casa, ¿No tenía techo? Y empezó a gritar:
- ¡María!
- ¡Juana!

Fue entonces cuando escucho a Juana.
Pasó sobre un pedazo de pared, y vio las dos figuras sobre la cama.  Juana lloraba queriendo mover la viga que estaba sobre Juana.  Y sintió miedo.
Tomo la viga entre sus brazos sujetando una mano con la otra para evitar que se le resbalara y halo tan fuerte como pudo.  Dos veces.  Hasta lograr liberar a Maria que sujetando su vientre decía:
-    El niño Evaristo!  ¡Dios mío! Que no le haya pasado nada!
-   ¿Te duele?
-   No
-   Entonces no pasa nada.  Vente con cuidado, dame la mano.

No podía cargarla.  Tomo a Juana de una mano y con la otra a Maria.
-  Evaristo!
-  Evaristo!
Daniel, el caporal, se asomó sobre la pared
-  Aquí Daniel, ayúdame por vida tuya
Daniel y otros de los mozos de la casa patronal entraron, tomando a Juana y ayudando a Evaristo con Maria.
-  ¿Y Lipe? –pregunto María
-  Ahora lo busco yo, ándate con don Daniel
Lipe.  ¿Estaría bien?   Daniel envió a Maria junto a su hija a su casa, con Rosa, su esposa y junto con los demás trabajadores empezaron a buscar indicios de Felipe, pero en la oscuridad y la lluvia era sumamente difícil.  Y a pesar del dolor y su angustia tendría que esperar hasta que amaneciera.

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