Parte 1: Felipe

No había escampado en todo el día.   La lluvia seguía corriendo enfrente de la casa por la multitud de pequeños riachuelos formados a lo largo del camino.  Al principio arrastraba pequeñas hojas.   Ahora eran pequeñas piedras que rodaban irregularmente, según su forma, a veces más, a veces menos.
Para Felipe, al igual que para sus hermanas y su padre, aquellos eran días de encierro obligado.  Las tareas en la finca se habían suspendido.  Con esa lluvia, no había  mucho que hacer.  Daniel, el caporal a cargo de los peones había pasado por la mañana, montado en su yegua pinta (un animal precioso, que ni Felipe ni sus amigos se cansaban de admirar), con una capa café, sucia, a pesar de la cantidad de lluvia que había recibido, y acercándose   a la puerta, había levantado su sombrero, un poco, por delante, diciendo:
-          Quiuvo Evaristo,
-          Quiuvo don Daniel
-          Hoy nos quedamos dentro
-          Así vide yo, que esta muy recio el aguacero
-          Pues si.   ¿Y todavía tenes gas para tu candil?
-          Si, también candelas.   Ayer fue la Juana con la Magdalena
-          Y María, ¿cómo está?
-          Esta bien , esperando el día.
-          Mejor si se cuida del agua, que esta muy frio
-          Si .
-          Bueno pues cuida a tus patojos a ver si mañana nos hace mejor dia.
-          Vaya don Daniel, que Dios lo guarde.

La yegua se movió hacia atrás con un leve relincho,  y luego, al mando de don Daniel, movió su cuello a la derecha y empezó a trotar hacia abajo, en dirección de la casa patronal, que allá abajo, entre los arboles de amate, pintaba contra el cielo negro su columna de humo gris.  Hacia tanto frio que con cada respiro dejaba un rastro de vapor en el aire.
La noche llego con su rumor de voces y agua.   Los frijoles sobre la mesa despedían el olor a apazote que siempre extraño después, cuando Elvira llegó a su vida.  Y las tortillas eran un alivio sobre las manos frías.   Las dos velas que solían dar la lumbre sobre la mesa fueron sustituidas por el candil de afuera, porque el viento que se colaba constantemente entre las láminas las había apagado en repetidas ocasiones.   Don Evaristo, su padre, habló sobre el cerco que debían hacer en el potrero de La Danta y las tareas para que le encargara para el fin de semana, cuando tanto él  iría con la comadrona, a la Finca Heredia, quien los acompañaría hasta el alumbramiento de su madre, que llegaba a su fin. Era la noche de un día jueves.
No sabría que fue lo que primero le despertó.   ¿Fue el frío que abrazo su cuerpo en varios giros espontáneos?, ¿Fue el ruido  que parecía inundarle los oídos?, ¿Fue el lodo dentro de su boca?.   No podría decirlo, pero en el abrumador y asfixiante abrazo del lodo eso dejó de ser importante.  El principio fue muy rápido para percatarse de lo que sucedía, parecía una pesadilla de la que pronto despertaría, pero mientras era arrastrado con sus manos atrapadas en la masa fría de lodo y piedras supo que no era nada parecido a un mal sueño.   Su costado pego contra algo de metal, dio una vuelta más y se detuvo.  El ruido ronco siguió un poco más hasta dejar paso a un rumor de agua, al sonido de su agitado corazón y su respiración.  
No podía mover su mano derecha.   Aquella era la oscuridad más completa que había visto.  Pensó que podría estar muerto pero el frío y los temblores que recorrían su cuerpo lo convencieron de que no era así.   La mitad de su abdomen y su cabeza, al igual que su mano izquierda estaban en una especie de agujero o bóveda; era imposible saber dónde estaba.  No podía limpiarse los ojos pero sentía las gotas que caían sobre su cabeza y en sus pies sentía como, una corriente de agua, parecía erosionar la tierra debajo de ellos. 
-          ¡Papa!
-          ¡Papá!
-          ¡Papá!

Grito tan fuerte como pudo.   Muchas veces, hasta que sintió su voz sofocarse dentro de su pecho.  Y entonces lloró.  Tenía miedo. Mucho más miedo que la vez en que recogiendo leña se encontró con los ojos del Cantil que calculaba su mordida mientras sacaba su lengua.   Y aun más que cuando le pareció ver a una mujer bañarse en el rio por la noche y su padre le dijo que era la Siguanaba.  Esta vez el miedo venia de dentro de él.   Nacía de su corazón sin control ni medida. 
Seguía llorando y en medio de la oscuridad y sus lágrimas vio aquella luz, como de una libélula pérdida, y una voz que perforo la soledad de sus oídos y dijo:
  -Ssshhh, no tengas miedo.  No vas a morir-.
Para luego volver a desaparecer en la nada.
Todo quedo envuelto en tinieblas y el se preguntaba ¿Qué había sido aquello?.   Todo era tan confuso.  Quería volver a gritar y entonces se percato que ya no lloraba más, y que el temor se había ido.   Cerró sus ojos y su mente dejó de buscar explicaciones

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