In Memoriam

Acepto que la memoria sea
el viento y las palabras duren
en la carne sólo lo que duelen o aman.

No escribiré sobre piedra
y sólo el calor de este día
me calienta en las noches.


"Ayer" es una cuerda alrededor de los tobillos
y "mañana" es un clavo en una pared que nadie ha visto.

-Mímesis


Quizá sea verdad que la única cosa cierta de esta vida es que llegará el día en que moriremos.  A algunas personas eso le daría miedo.  Pero no a él.  ¿Cuántos años tenía? No lo recordaba.  De todas maneras aquello no era importante.  ¿Le importaba a la gente qué edad tenía el volcán de Pacaya?.  No.  Bueno, talvez a alguna.  Pero por lo regular, seguían viniendo porque les impresionaba su fuerza.  Su incapacidad para dejar de lanzar lava y ceniza.  Su poder.  Y a él le gustaba medir su edad por cosas similares.  Había tenido caballos.  Y no los solía montar.  Prefería caminar.  Sus ojos "zarcos" habían visto pasar mucha lava.  Había visto a niños nacer, crecer y partir.  A algunos, los había visto convertirse en padres.  Había lidiado con "aparecidos", con animales, con criminales y últimamente con las enfermedades.  Y en todo, había salido victorioso.  Pero no sabía por cuánto tiempo lograría mantener izada aquella bandera de triunfo.  Se sentía cansado.  Pensaba en su vida: ¿Qué dirían de él?.  Sonrío.  "Que fue un hombre valiente", "Que no le temió a nadie... nunca", "Que fue justo... (o intentó serlo)", "Que cuidó a sus hermanas cuando quedaron huérfanos", "Que amó a su esposa", "Que tenía la costumbre de no visitar a nadie sin llevar algo que obsequiar", "Que le gustaba caminar... aunque no tanto como conversar", "Que por sus venas corría lava y no sangre... (bueno esa era una exageración de su parte que siempre le hacía sonreír)"... ¡Cuántos años"...

Aquella mañana despertó, como siempre, con el canto de los gallos.  Estaba oscuro.  Se vistió y salió por un poco de leña.  Más tarde, Elvira -su esposa- ponía agua para el café hervido mientras él se preparaba para emitir su reporte diario al Comité de Emergencia sobre el estado del volcán.  Después de desayunar abrió la puerta de su casa y vió el volcán.  Estaba allí, en el mismo lugar... al igual que él.  A pesar de tantas emergencias y erupciones nunca se había ido a ningún refugio.  Se conocían bien... había un pequeño hilo de humo en el nuevo crater del volcán y sabía que aquel día, no pasaría nada.  Le dieron ganas de bañarse.  Elvira insistió en que le calentaría un poco de agua pero él no quiso.  Quería bañarse como solía hacerlo antes: en el rio.  Sentir correr el agua por su cuerpo, aquella agua que tantas veces se llevó para siempre su dolor.  ¿A dónde iría toda aquella agua?  Ahora pensaba en cosas como esas.

Tomó una pastilla de jabón, una toalla, su machete y empezó a andar.

Las calles principales de la aldea ahora eran planchas de concreto.  Con arena.  Siempre había arena.  Habían dinamitado la piedra grande.  Había más bicicletas y motos que caballos.  Los tiempos estaban cambiando.  Desde hacía mucho.  ¡Por Dios!, como le gustaba caminar sobre la tierra. 

El descenso hasta el rio no le negó el gusto.  Disfrutó su baño.  El agua fresca.  El sonido del agua.  El sol y las mariposas de la orilla.  Pero había que volver.  Se secó, se vistió y empezó el camino de vuelta.

El primer pinchazo no lo sintió.  Le pareció habérselo imaginado.  Para cuando sintió el segundo supo que no volvería a casa.  Se acercó a la orilla y cayó sobre sus rodillas.  Llevó su mano al pecho.  Soltó su machete.  Sabía que esta vez no le haría falta.  No podía vencer a este adversario.  Nadie podía. No se quejó.  El viento seguía soplando suave, levantando remolinos de polvo fino allí y allá.  Su sombrero se había ladeado y una gota de sudor o agua corría por los surcos de su frente.  Miles de imágenes pasaron por su mente, voces, rostros, sonrisas, llantos, agua, ceniza, sol, lluvias.  Sus pensamientos se detuvieron en el recuerdo de Vitelio, aquella noche en el campamento cuando antes de dormir suspiro, cerró sus ojos y dijo -antes de morir- : "vida, nada te debo, nada me debes.  Vida, estamos en paz".  Aunque él movía sus labios ningún sonido salía por su boca... era tan sólo un pensamiento.  Finalmente llegaba su hora.  Allí, en aquel recodo del camino.  Se calzo bien su sombrero y entonces el tercer pinchazo llegó... y se quedó con él.  Inundó sus manos, su garganta y sólo entonces cerró sus ojos.  Y luego, luego... la nada.

Felipe Fajardo (derecha) 1920-2008


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